Cuando flujos de oro esparcen meandros,
en las insignificantes sábanas de los hospicios.
Cuando comisuras abajo, como huella de caracoles
penden hilos de saliva, y los ojos huyen de los rostros.
Entonces, sólo entonces, escapa el paisaje de los vidrios:
el olvido es una casa de muñecas roída por termitas,
un palomar que se desploma silencioso entre la nieve.
La fuga de los dones es un estampido fabuloso.
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